CULTURA
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Ramón Masats: ese calambre que da España

La obra del fotógrafo recién fallecido dialogaba con la mejor literatura de su generación, siempre en busca de lo esencial. Los tópicos eran para otros.

Ramón Masats.
Ramón Masats.JOSÉ AYMÁ
Actualizado

Cuando conocí a Ramón, ya no hacía fotografías. Un día maduró que no tenía nada que contar, puso la tapa en el objetivo de la cámara y se sumergió en los libros. Amigos íntimos le pincharon para que volviese a rastrear la calle, pero sus cámaras ya habían contado lo que tenían que decir sobre España. Perdió interés por la periferia, cuando las periferias se largaron a otros lugares más distantes. Sus ojos autodidactas, infectados de curiosidad, le situaron en ese espacio prohibido al convencionalismo y la mediocridad. Sus fotografías, son amalgama de los grises infinitos de Cartier-Bresson, los negros profundos de Robert Frank, la dulce picadura envenenada de Luis García-Berlanga y la ironía de Rafael Azcona.

Sanfermines (1963), fue su presentación en Madrid cómo fotógrafo. Mucho más, un desembarco arrollador y trasgresor que ajustaba las dioptrías a la fotografía de posguerra. No estaba solo en el empeño, en otros lugares William Klein, Robert Frank se atrevían con otros desajustes. Aquí, Carlos Pérez Siquier, José Mará Artero, Ricard Terré, Xabier Miserats, Joan Colom, Catalá Roca, Francisco Ontañón, Gabriel Cualladó, Alberto Schommer, Paco Gómez, Leopoldo Pomés, entre otros. El fotógrafo llegó a Pamplona cuando la calle estaba llena de una fiesta más ordenada, en un tiempo, donde el vocerío se escurría entre creencias mañaneras sentidas a corazón abierto y de la fe se hacía volandera a la noche. Encontró el equilibrio caótico que se sosegaba con necesidad de toro bravo, con la adrenalina supurada por hombres sencillos que buscaban fiera muy fiera, con turistas extranjeros que sesteaban su ocio en un plácido y longevo vermut, con escritores de mucha pluma que perfumaban la crónica en el postureo, con lenguas que se iban haciendo de trapo. En estas se movió Masats, deambulando callejas construidas por fragmentos escurridizos y rostros que revelaban dolores del alma. Dejó el tópico para otros más deslumbrados por la tradición. Hombre y fiesta, hombre y miedo de hombre solo. Una narración nítida, de instantes decisivos, sueltos, engranados unos a otros, definiendo una explicación profunda en una fiesta de entrañas. Proverbio necesitado de alguna presunción para llegar a esa cornada adjetivada con ironía de foco fino.

Para saber más

Caminando la periferia de Madrid, el fotógrafo, se topó con un cancerbero de recreo que aspiraba a cura, calzando sotana antigua, levitando un instante infinito, haciendo divino un paradón de extrarradio.

En La Mancha desmemoriada, se fijó en la mujer que vestía de negro por ser sufriente de desgracia, cualquiera, aunque fuese ajena. Madre, hermana, viuda, nieta, nacida hembra, echándola a la espalda la honra del luto de los suyos. Quizás solo por ser mujer. Lo suyo es suyo, también lo de los otros, con dolor comprendido o incomprendido, encarcelando lo único que poseía, en una geometría definida por un rayón negro, pintado sobre cal viva.

La fiesta nacional le puso delante a la bestia pinchada de muerte, apuntalando con las pezuñas la caída, enseñando el desahucio al graderío indolente que siempre gastó fiesta pagana. La bestia creada para ser matada por ser fiera noble, para morir matando, muriendo sin humillarse al matador. Aquel toro estoqueado sosteniendo el último hálito, era mucho más que carne de matadero, intuía el epílogo de una España agotada que capeaba nuevas ventoleras.

Las noches de Madrid, lo llevaron a la gloria derruida del héroe macarra que rompía su físico en un cuadrilátero de barrio. Olor a vinagre, sangre coagulada, tabaco puro, pulcros señores aseados al amparo de los claroscuros en veladas gloriosas. Ignacio Aldecoa compuso la prosa de Neutral Corner (1962), Ramón Masats le embadurnó de poesía. Young Sánchez espectral, en el recuerdo del escritor, eternamente fijado en clips que componen quizás el mejor libro de fotografía hecho en España .

Encontró las Viejas historias de Castilla la Vieja (1964) de las que hablaba Delibes. Paisajes aplomados por cielos macizos, mujeres y hombres dolientes de tierras herrumbrosas, vividas en sudor con perfume de secano. Desamparo del campo español sosegado bajo asperas mantas de lana. Cinco frailes pala en mano, en la pendiente de un campo santo, observados por cinco árboles tan mutilados en la poda, como los hombres en sus vidas.

Intuyó los estertores del régimen, en una fotografía que muestra lo que no muestra. A guante blanco quitado, para que se notase la piel caliente de lo que se dice y de quien lo dice. Discurso pensado en los noctámbulos desvelos del Pardo. El caudillo, perdiendo discurso, fagocitado por los micrófonos de la dictadura. Contrapicado valiente, afilado encuadre de buen cirujano social, sedicioso para los viejos guardianes del régimen.

Un día descubrió el color, navegando un lenguaje sólido, enigmático, quizás en la pulsión de Carlos Pérez Siquier o Ernst Hass. Pero su ojo de periferia, de husmeador fino, miraba más cómodo la esencia monocroma que cobija aforismos delicados. Aun así, salpicó con rojos, azules, amarillos emociones primarias en la definición de la nueva España, esa que explotaba de contención y anacronismo. Enfrentó blanco y negro y color en una sala de exposiciones, Contactos se llamó el sinuoso viaje visual que pintarrajeaba de manera medida golpes voraces.

Ramón Masats se dio de bruces con la España vestida en traje sotana, pintada de rayas profundas y colores de toro ibérico. Cal, albero, cielo blanco de suburbio y destellos de esperanza. Sacó raza de pensador afinado e hizo suyo "caminante no hay camino se hace camino al andar", palabras de poeta vivir de fotógrafo errante, imaginación, ojos, pies y cámara. 'Comer primero después la ética', le espetó a un purista del oficio en cierta ocasión. Tropical Spanish, El que enseña, Ríos, Raíces, metrajes de cine y televisión de brillante valentía.

Hace no mucho, dejó que Chema Conesa bucease en sus amarillentas hojas de contactos. Fotografías descartadas por el ojo joven, inéditas algunas, sacadas a la luz por La Fábrica de Alberto Anaut, bajo el irresistible título Visit Spain. De nuevo Masats demoledor, neutralizando sin una sola explicación verbal los ruidos oportunistas del actual panorama fotográfico español. Sin filtro, con la veracidad que solo sostienen los maestros, dio un golpe de esos que hay que dar de vez en cuando, para dejar todo en su sitio. Ramón a molde, en aquello que John Berger dijo de Cartier-Bresson. "Fotografiaba lo aparentemente no visto, y cuando aparecía en sus fotos era más que visible".

Hablé con Ramón familiar, como si nos conociésemos de siempre, razonando pensamientos fotográficos, de colega a colega, entendiendo sin explicar y haciendo nuestro el viejo dicho "las cosas calladas dichas están". Sintonía en la fotografía como una manera de merodear el mundo y sus consecuencias. Su habla templada, sosegaba la apariencia feroz de su pelaje agreste. Retóricos conocidos, teóricos del lenguaje visual, apuntaron que, si era de tal o cual escuela, neorrealismo, premio nacional de fotografía, la Palancana, que sé yo. Fotógrafo de mayúsculas. Lo tuve delante, sumiso a mi cámara, esperando el disparo. Busqué el foco en sus ojos custodiados por cristales de muchas capas, engarzados en metal ochentero. No le pedí nada, solo quería ese mirar penetrante de ave nocturna.

Ramón defendía vehemente a los colegas que arrastran sus cámaras por la vida, sintiendo admiración por las obsesiones de Cristina García Rodero y su deambular infinito de fotógrafa Magnum. Quería y admiraba a Chema Conesa como a un hijo y me riñó como lo hace un padre con mucha autoridad, "coño valórate no seas modesto, enseña tus fotos". Si Ramón continuase en la calle haciendo fotos, si fuese fotógrafo de este tiempo digital, sus fotos serian archivos raw, sin nostalgias por el Tri-X, empujando la aguja del minutero hacia adelante.

Me despidió de su casa como me recibió, fumando un purito, aristocrático, humilde, con albornoz blanco, seco ya de su ducha mañanera de jubilado. Antes de cerrar la puerta, "mándame un 30x40 en baritado. No te pido un regalo, elige la foto mía que quieras y las intercambiamos, foto por foto, de fotógrafo a fotógrafo".

El viejo mirón se quedó en su séptimo de Aristóteles, oteando las colmenas de la Concepción, que ya no son la periferia obrera donde el mes costaba 415 pesetas. Esperaba el viaje estival a La Manga donde los españoles de las barriadas de los 60 empezaron a saber lo que era un veraneo.

Las fotografías de Ramón son cómplices del tiempo y su enigma. El perro blanco aplastado por la zapatilla de cáñamo de un mozo pamplonés, el cura con traje sotana y su balón, la señora y su raya negra, el toro y su estoque, los obreros y sus bocadillos, Franco y sus guantes, púgiles y sudor, frailes y árboles encalados, eso fue y posiblemente siga definiendo el alma de España. Paradojas tan inmortales cómo el fugaz nacimiento de los mitos. El verdadero pecado de Masats fue detener el tiempo, en un fragmento eterno, siempre contemplativo, irónico y preguntón de acertijos difíciles. Hoy la fotografía española se queda huérfana de este filósofo de filósofos que solo necesitó una cientovigésima fracción de segundo para explicar ese calambre que da España.