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Los Maestros Cantores de Nuremberg: ópera dentro de la ópera

Un momento de la representación.
Un momento de la representación.Javier del Real / Teatro Real
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Situada entre dos cumbres, el Tristán y el inicio de la Tetralogía, parece que Richard Wagner quiso utilizar el esquema dramático y narrativo frecuente en su estilo para proponer una obra que sirviera de pórtico, explicación y algo así como un compendio de sus intenciones artísticas, personales e incluso patrióticas. Aquí también llega una figura del exterior, el hidalgo Walter para remediar, replantear, redimir una situación, el anquilosamiento de la retórica musical practicada ancestralmente por los maestros cantores y artesanos; del mismo modo que el holandés aterrizaba con su buque fantasma para responder a la angustia de Senta, el extraño Lohengrin se subía a un cisne volador para librar a Elizabeth de una acusación falsa, y el niño salvaje, Parsifal, acudía para restañar un enconado dilema místico. Todos estos intrusos irrumpen inconscientes de su papel en la historia; papel que el autor les ha astutamente designado.

Wagner, para su propósito de afirmación testamentaria, desplegó una música en el esplendor de una madurez que se recrea en sí misma, un deleite ególatra que invita a una interpretación entregada a su propio disfrute; así lo han entendido Pablo Heras-Casado y la orquesta del Teatro Real; su interpretación invita a zambullirse en el universo wagneriano, olvidando lo que tiene de simplismo nacionalista, esquematismo sentimental y tópico en la caracterización de algún personaje, lo que a la postre solo son pecadillos frente al monumento operístico levantado por su autor a lo largo de casi cinco horas de mirarse prodigiosamente al ombligo.

La ciudad de Nuremberg en el siglo XVI la concibe el director de escena Laurent Pelly como un lugar sin carácter, donde reina Hans Sachs, el personaje histórico, zapatero, poeta y dramaturgo que el barítono Gerald Finley, buen actor, acomete sin la presencia, dignidad y liderazgo que corresponde a su múltiple condición de alter ego wagneriano, consejero sentimental, ciudadano ejemplar, además de sagaz crítico musical, capaz de dar paso al nuevo estilo que anuncia el recién llegado, Walter, un tenor impetuoso que resulta algo tímido en el hidalgo en mangas de camisa que presenta Tomislav Muzek. El antagonista, sin categoría de villano, es Beckmesser, un tipo estrafalario, quizá el punto débil de la comedia costumbrista; como si el Wagner dramaturgo no hubiera acertado a la hora de endilgarle sus fobias; egoísta, reaccionario y judío, que en la torpe versión de Leigh Melrose pierde todo atisbo de dignidad. Eva (Nicole Chevalier) es lo mejor del reparto; se impone en el último acto (también lo mejor de la función), después de ser tratada como una pazguata por el director de escena,

Una disfrutable velada operística, con el predominio de la orquesta y su director, que a menudo tapan un reparto de voces en general poco adecuadas a sus personajes. Y el siempre talentoso Laurent Pelly no ha acertado esta vez a la hora de ofrecer la imagen de un pueblo encantado de haberse conocido; no es esta obra triste y viejuna, ¿tanto miedo da recrear una atmósfera luminosa con 500 años de retraso?