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Muere a los 97 años Jaime de Armiñán, el director de misterios transparentes como Mi querida señorita y Juncal

Aspiró al Oscar con 'Mi querida señorita', el drama que escribió con José Luis Borau sobre la mujer que descubre ser un hombre

Vídeo: Jorge Benítez y Daniel Izeddin.
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Contaba Jaime de Armiñán que cuando Pepe Luis o el Morito, como llamaba y se hacía llamar José Luis López Vázquez, leyó el guion de Mi querida señorita, se asustó. Y tanto miedo le dio que a los 15 días de que empezara el rodaje decidió abandonarlo todo. Probablemente, nada de lo que leía le era reconocible. No veía con toda seguridad en lo ideado por el guionista José Luis Borau y el propio director contra una despistada censura ni un pequeño atisbo de sí mismo, del comediante excesivo que ya era. Ni nada de él ni nada de la seriedad impostada y contra sí que ya había ensayado con los nuevos cines y los nuevos directores españoles. Su personaje no era nada más que nada, que un silencio sobre la pantalla que él debía rellenar no con su voz sino con aún más silencio.

Si por algo se distingue esta obra seminal y adelantada a todos los tiempos es precisamente por su capacidad de invocar el misterio desde la más reconocible y hasta vulgar de las cotidianidades. Y es ahí precisamente donde es fácil reconocer la propia voz de un Armiñán que siempre se mantuvo atento a la realidad para mirar al otro lado, a lo profundo, desde la más clara de las superficies. Y la pasada noche murió. El cineasta Jaime de Armiñán (Madrid, 1927), Goya de Honor en 2014, director de películas como Mi querida señorita, El nido o la serie de TVE Juncal, dos veces nominado al Oscar, murió a los 97 años.

Para saber más

Mi querida señorita, recuérdese, es la historia de una transformación o, si se prefiere, de un cambio de sexo. Y lo es en 1972, tres años antes de que muriera el dictador, antes de la Transición y décadas antes de que la Ley Trans. Pero nunca sabemos en realidad si el personaje de López Vázquez es Adela que se transforma en Juan, o Juan que se desembaraza de Adela. O los dos. Jamás la película se permite la impertinencia de colocarse por delante del espectador. La historia de amor entre Adela/Juan e Isabelita (no menos monumental Julieta Serrano) es sólo eso: una historia de amor que no conoce etiquetas de género ni, como se diría ahora, binarismos. La suya es una celebración del sexo plural y libre. Es una celebración de simplemente la vida desde el silencio, desde lo otro, desde un misterio transparente.

La muerte de este autor teatral primero, guionista después de todo y director de cine al fin nos deja un legado esencialmente de curiosidad bien entendida y, ya se ha dicho, de misterio; una herencia que se esconde en casi 700 guiones tanto para la televisión como para la pantalla más allá de sus trabajos como realizador y en los que no se privó de nada, ni de convertir a Isabel Pantoja en estrella de cine a su pesar en El día que nací yo, firmada por Pedro Olea.

Jaime de Armiñán en los Goya.
Jaime de Armiñán en los Goya.Alberto MartínEFE

Son muchas las series donde dejó su impronta de falso costumbrismo castizo, locuaz y muy de todos este licenciado de Derecho nacido en Madrid en 1927 que pronto se lanzó a estrenar obras teatrales como Café del Liceo, Pisito de solteras, Nuestro fantasma o Eva sin manzana para acto seguido volcarse en la televisión (ahí quedan las series primerizas Galería de maridos o Las doce caras de Eva) y de forma algo tímida en el cine de la mano de José María Forqué con el que colaboró en la escritura de películas mayores como El juego de la verdad (1963) o no tanto como Un diablo bajo la almohada (1967), La becerrada (1962) o Yo he visto la muerte (1965)

Su debut como director de cine no sería especialmente brillante. Carola de día, Carola de noche (1969) con una claudicante Marisol daría paso a películas alimenticias como La Lola dicen que no vive sola (1970) o Un casto varón español (1973). Y así hasta llegar a lo mollar, al centro de sí mismo con cintas imprescindibles de este y cualquier otro tiempo como la recordada Mi querida señorita (1971), que a punto estuvo de tener un remake estadounidense después de perder el Oscar por poco y por culpa de El discreto encanto de la burguesía de Luis Buñuel. Cuentan que tanto fue la fascinación que provocó la película y tanta la atracción del silencio expresivo de López Vázquez (el hombre que no quería) que el propio George Cukor no pudo por menos que coronar al Morito como mejor actor del mundo. Y de ahí, que Viajes con mi tía, de Cukor, incluya al Juan que fue Adela, o al revés, en el reparto.

A su obra maestra, le seguirían tantas otras y todas ellas labradas hasta lo más hondo con los materiales más a mano. Hasta llegar a 14 Fabian Road, presentada en el Festival d e Málaga en 2008, su filmografía se encuentra jalonada por varias producciones nunca suficientemente atendidas como El amor del capitán Brando (1974), o, y sobre todo, la controvertida, árida y extraordinariamente incómoda El nido (1980) sobre los amores prohibidos que son también amores en silencio entre el personaje de un Héctor Alterio de crepúsculo y el de una Ana Torrent de amanecida. Misterio sobre misterio. Esta sería su segunda y última incursión en los Oscar que no llegaron a ser. Esta vez, la ganadora fue Moscú no cree en las lágrimas, del ruso Vladimir Menshov y dolió. Si por lo menos hubiera perdido frente a Kagemusha, de Kurosawa, o ante El último metro, de Truffaut, las dos también candidatas, el dolor habría sido menor.

Los años 80 fueron los suyos, aunque quizá no fueron suyos. El matiz del posesivo importa. Armiñan vivió entre dos generaciones y por las dos fue sepultado. Su cine nunca participó de los modos alegóricos e intelectuales del Nuevo Cine. Es decir, su cine no es, en sentido estricto, hijo del cine de la Ley Miró. Pero tampoco se subió a la ola de modernidad de los novísimos que llegaron con la libertad y hasta las movidas de un lado y otro. Todo el cine de este madrileño pareja de la popular Elena Santoja y, por tanto, cuñado de una de las voces de Vainica Doble vivió enteramente instalado en un clasicismo íntimo atento a cada uno de los giros de la calle, fiel reflejo de la vida que pasaba a su lado en el más cercano y reconocible de los sentidos.

Sea como sea, la Transición vio el nacimiento de su voz inconfundible, de su voz que también era la voz de todos. Demasiadas veces pasó por folclorista sin serlo en absoluto, o siéndolo de un modo tan particular que lo de menos es la etiqueta. Parábolas como Stico (1984), donde un catedrático viejo al que da vida Fernando Fernán Gómez se ofrece como esclavo en una sociedad que ya le marcó como tal, da cuenta de su facilidad para el cataclismo sin que se note. Y al lado, retratos del desasosiego como En septiembre (1981), en la que una generación entera se enfrenta a sus abismos y frustraciones en una tarde de campo, sin olvidar La hora bruja (1985), Mi general (1987) o El palomo cojo (1995), todas sobre un tiempo que se desvanece para una España que ya muere. De este modo, lo que queda es una filmografía en la que toma cuerpo una de las mejores herencias y testimonios de toda una época y todo un país. Un cine, perfecto en cada uno de sus misterios y silencios.

Y luego está Juncal (1985) y su afición por fuerza fuera del tiempo a los toros y a la familia Bienvenida. Hablamos de la serie del «¡Tomen nota!» y «Búfalo»; la serie de Paco Rabal y El Brujo, los dos mucho más grandes que la propia grandeza; la serie de «José Álvarez, Juncal, matador de toros , natural de Carmona y enrazado con Mazarrón, provincia de Murcia»; la serie de un tiempo eterno de silencio que ya acabó.

En su libro sobre los actores, Gutiérrez Aragón, que trabajó con López Vázquez en Habla mudita, reflexiona sobre la importancia del rostro humano en la pantalla y viene a decir que, entre otras muchas cosas, el rostro humano manifiesta lo invisible. Gutiérrez Aragón diferencia entre rostro y cara. El Vázquez antes de Mi querida señorita había enseñado durante buena parte de su carrera, lo más visible, su cara. Pero el que llamó la atención de Armiñán y José Luis Borau cuando buscaban un actor para su película fue otro Vázquez. Fue el rostro de ese Vázquez, tan nuestro y reconocible, que se mira en el espejo y, de repente, ve un abismo de misterio; un precipicio de silencio que es la mejor definición del cine de Armiñán y, ya puestos, de todos nosotros.